Prólogo de Guillermo Balbona y epílogo de Carlos Alcorta, editor del libro.
PRÓLOGO
EN LA PIEDRA, LA LUZ; EN LA LUZ, LA PIEDRA
«(…) existe una gramática y una ética del mirar y finalmente el más grandioso resultado de esta gesta fotográfica es que nos brinda la sensación de que podemos sostener el mundo entero en nuestras manos, a modo de una antología de imágenes».
Susan Sontag
El frote de dos parcelas de carne no define el fenómeno del amor así como la cuerda rozada por el dedo no explica el milagro infinito de los sonidos.
Marguerite Yourcenar
Obturadores de velocidad, almas incipientes. Mecanismos visuales, voluntad de luz. En toda mirada única se revela un deslumbramiento, un ejercicio de iniciación para desvelar, revelar, develar. En los resquicios, en los detalles, en las estancias, en las entrañas transparentes, en las oquedades se suceden los sueños de piedra y luz, de luz y piedra. En las miradas de Ana Santamatilde hay una geometría de fugas serenas y una arquitectura melancólica. En la primera la historia encuentra su prolongación. En la segunda las imágenes son relatos breves que se escapan de su principio y de su final. Las perspectivas se asemejan a construcciones ajenas a la superficie. Son no lugares que se han apropiado de las apariencias, que corrigen lo exacto e inamovible, que abren los espejismos y diluyen el caleidoscopio de lo común, de lo ordinario. Frente a la postal, a la belleza evidente, a la expresión fotográfica con toda su gramática, lo que propone Santamatilde es un rapto de extrañeza en lo conocido, una delicada invitación a adentrarse en ese otro lado de lo inmediato, ese pliegue que se resiste a ser fijado, ese interior fugado que no tiene nombre y que no espera ser habitado. Santillana del Mar es el mapa de este proyecto. En realidad, lo que importa de su cámara y, por ende, de la geografía que nos invoca, es ajena a lo reconocible, discurre alejada del pasado y del presente y se procura aliarse con esa distancia poética que permite el hallazgo, lo inesperado, la evocación y ese relámpago y disturbio que devuelve la mirada casi intacta.
Confiesa la autora que buscaba lo esencial, ese diálogo de sensaciones y emociones que subyace bajo la inmediatez. Vivimos casi enterrados en un cúmulo y una sucesión de imágenes que han abandonado toda sintaxis, que se presentan desde la suficiencia de lo icónico sin atender a esa educación visual que nos lleva a nuestro lugar en el mundo. Ana Santamatilde lo sabe. Ella no fotografía Santillana. No hay ánimo de retrato ni de catalogación, de jerarquía espacial, ni tan siquiera de reflejo. Se asoma y con ella nosotros, a una intimidad de poso, a ese rescoldo, huella, enigma, que se insinúa, que no es actualidad, que no se exhibe. Es un desnudo integral vestido de nuestros propios descubrimientos, como si agitara el silencio, las formas, las calles reencontradas, los invitados inesperados, en una cartografía que deja abierta las preguntas a esa memoria detenida en una imagen. Quizás ese insólito e inaudito fragmento sin tiempo que parece derrotar a la muerte.
Como en series anteriores, en sus imágenes siempre hay una implícita concepción del viaje. Y es ahí donde reside muchas veces su singular sentido de la comunicación y estética. El suyo es un viaje estático de tiempo y espacio fundidos en la contemplación serenamente inquieta e inquietantemente silenciosa. La travesía mayor reside en ese entresijo de oscuridad y luz, de sombra y alumbramiento que carece de medidas y números. Los espacios surgidos en su fotografía permiten descifrar trayectos innumerables, nunca contar. Es el anti selfie, lo contrario del retrato, lo opuesto a esa instantánea convencional que fenece en su propia impostura de belleza envasada al vacío. Lo que en otros es una ojeada al paraíso, en Ana la mirada encuentra cobijo para repensar ese lugar y cree que no todo está visto, adoptado, catalogado. Frente a la prisa y la apropiación indebida por cansina, su objetivo permanece en suspensión. En esta Santillana asoma una guía imperecedera, absorta pero activa, jubilosamente vital pero atenta y alerta a la arquitectura erosionada, a la geometría vencida por ese solapamiento de imágenes abotargadas. Se habla en ocasiones de la idiosincrasia de un sentimiento, también del pensamiento, de expresiones culturales, de celebración de un entorno. Pero lo que prima aquí es la asunción de lo inasible, la inmersión en ese invisible rastro de tacto y desaparición, de detalle irrepetible, de luz y piedra en un diálogo cuya colisión es muda pero honda. No es tanto una dimensión espiritual como una necesidad humana, sensorial y e indagatoria, de atravesar las historias mínimas de lo físico para engrandecer la presencia de la ausencia. El imaginario y la reflexión contemplativa que suman pasos sobre lo que siempre fue y sigue siendo. Bajo el cielo protector que envuelve la vida, propone una itinerancia revelada en el líquido amniótico de lo germinal, con la complicidad lo eterno. La excepcionalidad no necesita de la extravagancia. Ana Santamatilde sabe que somos fragmento del asombro y su tarea sigue siendo la de ahondar en la conjunción única y fugaz de esos espacios sensibles. En ese combate que es abrazo y colisión, pugna y pulso, entre fotografía y poesía, entre palabra e imagen, las voces que nombran estas imágenes, las miradas que focalizan la dimensión de las palabras, traducen el ecosistema de Santillana en una metáfora destinada a perseguir toda estancia de vida.
En ambos ritmos, entre ambas ópticas, también entre Francisco Santamatilde y Manuel Arce, la creadora amasa la luz, reblandece la piedra y traduce el paisaje en un lugar nuevo, el del deseo deconstruyendo la realidad.
Guillermo Balbona